domingo, 3 de febrero de 2008

VICENTE A. VÁZQUEZ BONILLA


LA OTRA
Muchos hombres envidian a nuestro padre Adán y creen que ha sido el más feliz de los mortales, porque tuvo la dicha de no poseer una suegra que le eclipsara su luminosa vida y en consecuencia vivió tranquilo y sin problemas. En ese aspecto, quizás tengan razón. Ese fue uno de los males menores de los que se salvó. Por el contrario, otros suponen que su eventual felicidad se debió a que no tuvo conflictos maritales y en ello, se equivocan. No los tuvo con Eva, pero que los tuvo, los tuvo y gruesos. Ya es tiempo de que se divulgue la verdá.

Cuando Dios creo a la fauna del paraíso, lo hizo por parejas; hembra y macho, como debe ser, para su mutuo contentamiento y para la multiplicación de las especies. El género humano no iba a ser la excepción a la regla; así que, como hábil alfarero, utilizó el barro del Edén y modeló al hombre, alto y fornido, y a la mujer de exquisita figura y frondosa cabellera. Dos seres únicos, bellos, de piel tersa y con los atributos necesarios para la procreación.

Y Dios sintiéndose satisfecho de su obra, les dijo: tú te llamarás Adán y tú, Lilith; creced y multiplicaos. Los dos sonrieron felices, se examinaron con complacencia y luego, tomados de las manos, observaron el bello jardín que recibían como morada, y como si fuere poca cosa, lleno de alimentos gratuitos. Ya ellos se encargarían de llenarlo con sus descendientes. Y como no tenían nada que hacer, más que coger... lo que necesitaran, empezaron a ejercitarse en el rito de la fecundación. Adán, emocionado, lo hacía con tal arrebato, que terminaba antes que Lilith calentara motores y esto la disgustaba a rabiar y la dejaba frustrada.

Es fácil comprender y excusar la torpeza del primer varón, en tales menesteres, pues no tuvo el entrenamiento prenupcial necesario para alcanzar la maestría, ni a nadie que lo aconsejara en la realización exitosa de la gimnasia sexual. La falta de manuales del desempeño contribuía a su incompetencia.

Lilith veía con envidia a algunas hembras del reino animal, pues creía que ellas eran mejor atendidas por sus respectivas parejas; pero con la esperanza siempre viva, confiaba en poder enseñarle a su consorte algunas de las técnicas que la hicieran quedar satisfecha. Pero el tal Adán, no daba señales de mejorar en su cometido y a la malograda mujer se le agrió el carácter.

Al entregarse la pareja a los placeres del himeneo, Adán siempre buscaba la posición del misionero. La llamaba así, porque él creía que esa era su misión en la vida; y la primera dama del universo resentía esa terquedad, pues deseaba estar arriba, marcarle el ritmo y de paso enseñarle al primer fornicador, como se hacían las cosas. Pero no, él siempre terco, machista diríamos hoy, invariablemente quería ir arriba y no aceptaba sugerencias.

Un día de tantos Lilith se cabrió y si no le mentó la madre a su compañero, fue porque no la había; pero desafiante, y quizás pensando en las futuras generaciones, le gritó:
—¡Estúpido, las mujeres arriba! —Y se negó a continuar con la faena.
Debido a esa expresión de inconformidad, algunas féminas de la actualidad, le atribuyen a Lilith, el calificativo de haber sido la primera feminista del orbe, pero ése es otro tema que ya se dilucidará en otro tiempo y lugar.

Después de la primera negativa y de la terquedad de Adán a cambiar de posición y no aceptar propuestas, cada vez que el primer hombre buscaba a la primera mujer para hacer cositas, ella se negaba, aduciendo dolor de cabeza. Excusa poco original, pero que prevalece hasta nuestros tiempos.
Los problemas maritales continuaron. El quería, pero ella no. Adán pretendió imponerse, aduciendo que el hombre era la cabeza del recién formado hogar, pero no encontró suficientes justificaciones para su respaldo, ya que no trabajaba para llevarle el sustento a su mujer, ni le proporcionaba el vestuario, por el simple detalle de no haberse ideado todavía. En consecuencia, no gozaban ni siquiera del placer de desvestirse entre sí. Ella no aceptó ningún argumento y le dijo cara a cara, que ambos eran iguales y con los mismos derechos, y que siempre ¡no! Agregó que prefería ser libre y si fuera necesario hasta célibe; que después de todo y de ser preciso, podía prescindir del sexo.
Adán, abatido por la abstinencia, intentó quemar su último cartucho, aduciendo que ambos tenían la gorda obligación de poblar el mundo con sus descendientes, que para eso habían sido creados y que para cumplir con dicha tarea, era ineludible la relación marital, pues en tan remoto tiempo no se pensaba aún en la insípida inseminación artificial, mucho menos en la fría clonación. Sus argumentos no dieron resultado. Lilith dijo que no le importaba que el mundo se quedara desbitado, que en sus planes no estaba la parida y que mucho menos iba a sacrificar la belleza de su figura con molestos embarazos y con decisión, tomó su colección de peines y peinetas, y abandonó el paraíso.
Adán se quedó solo y triste. Con decirles, asústense, que extrañaba hasta el parloteo interminable de su cónyuge. Pronto, con envidia, le dio por observa en acción a los macho de las otras especies, para ver si les aprendía algo y luego, empezó a ver y a seguir en forma sospechosa a sus hembras.
Dios al darse cuenta de lo que sucedía, movió la cabeza con incredulidad, se compadeció del forzado célibe y como había que hacer algo con urgencia, antes que enloqueciera, o lo que es peor, se diera el primer caso de bestialismo; le dijo:
-Tranquilo, m’ijito-. Te voy a dar otra compañera y esta vez será la idónea.
Y cuando el primer divorciado dormía, como es de dominio público, le extrajo una costilla y con ella formó a Eva. Cuando despertó y vio a su nueva compañera, poco falto para que se le cruzaran los ojos. Quedó encantado. Se dijo con fruición: ¡Ésta, está como quiere! Está mejor que la otra y sin perder tiempo la estrenó. Eva quedó satisfecha, pues Adán ya era hombre de experiencia y si el concepto hubiera existido en aquellos primigenios tiempos, se hubiera dicho que se creía el papá de los pollitos. Nuestra madre Eva, como era una mujer satisfecha, no era brincona y hasta dócil le resultó.
Lilith, ajena a los últimos acontecimientos, vivía contenta. Gozaba con la creencia de que había fregado a Adán y que éste no tenía con quien acostarse, y no precisamente para dormir, y que la estaría deseando por los siglos de los siglos. ¡Que sufra! Se decía, con satisfacción. Pero un día se enteró, de la otra. ¡Adán tenía una nueva compañera! y quién de ribete presumía de ser feliz. Esto fue el acabose. Lilith, a la que apodaban la ninfómana, armó tal berrinche que hasta la caterva de demonios con los que se amancebaba a lo loco, fuera del Edén, se asustaron.
Y aunque esto suena como a telenovela, gritó que lo único que le quedaba era la venganza. ¡Ya verían ese par de desgraciados!
Por largo tiempo maquinó lo que consideraba su legitimo desquite y un día se presentó ante Eva, con la original apariencia de víbora y la indujo a desobedecer la orden emitida por Dios, de no comer el fruto del árbol prohibido. Eva, inocente, comió y como lo sintió delicioso, casi como un orgasmo, lo compartió con Adán y ambos de inmediato fueron arrojados del Paraíso, con las consecuencias mediáticamente difundidas.
Durante largo tiempo se le endilgó a Eva la responsabilidad por la desgraciada situación en la que vive la humanidad; pero, en justicia, la divulgación de la verdadera historia, reivindica a nuestra madre Eva y señala a la auténtica culpable: La tal Lilith; quién de paso le heredó a la telenovela el sobrenombre de culebrón.


(GUATEMALA)

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