viernes, 7 de diciembre de 2007

MARISA PRESTI





LA BARRA


Noche tras noche el deseo se había ido agolpando como una bola de nieve, ajeno a su frente perlada de sudor, a sus manos frías, a sus ojos abiertos de madrugada. Desde hacía meses, Nicolás Ojeda temblaba de noche y disimulaba ante la luz del sol, pendiente de aquella fuerza que lo obligaba al desvarío. Hablaba poco y nada de sí mismo, razón por la cual prefirió guardarse los pesares en silencio. Pero sentía que la pulsión aumentaba, al punto de abandonar súbitamente su escritorio en horario de trabajo para ocultarse en el baño. En ese lugar pequeño, se sentaba en el inodoro largo rato, cerrando los ojos al mundo real para evocar la fuente de su inquietud. No necesitaba dibujarla en su imaginación, la sentía en todo el cuerpo, tan real como en aquellas épocas en que se entrelazaban en la cama. La curva de sus hombros, el pecho delicado con aroma a jazmines, la boca entreabierta donde una lengua única lo inundaba de sabores. Ansiaba tanto fundirse en ese cuerpo, había llegado el deseo a una urgencia tan extrema que el dolor le arrancaba sollozos ahogados cuando con los ojos abiertos constataba que los azulejos blancos eran su única compañía.
La insatisfacción le arrancó capacidades, ya no recordaba quiénes eran sus clientes, ni de qué proyectos le hablaba su jefe. Descompuso la fotocopiadora tocando los botones equivocados y un día se encontró caminando por la calle sin saber dónde quedaba su casa.
Todo eso lo supe mucho después, cuando Nicolás Ojeda, apoyado contra la barra, me pidió el cuarto whisky. La primera noche que vino no le presté atención, era uno más de los solitarios que ahogan sus penas con alcohol, con la mirada perdida en el fondo del vaso, los ojos vidriosos y un leve temblor en la mano derecha. Pero debo reconocer que un hombre que llora me conmueve lo suficiente como para intentar alguna frase de alivio. Y eso es lo que hice el tercer día que lo vi: Cálmese, hombre, cuénteme qué le sucede. No levantó la mirada ni me contestó. Apenas hizo un leve gesto con la mano, pidiéndome que volviera a llenar su vaso. No quise insistir, pero me quedé a su lado, temeroso de otro desborde emocional. Mientras atendía otros clientes no dejaba de observarlo; tomaba despacio, aparentemente más calmado, aunque seguía agachado y con la vista fija en el vaso.
Las primeras horas de la madrugada vaciaron la barra. Miré a mi izquierda y noté que habíamos quedado solos. Él apoyaba su cabeza sobre el brazo derecho, evidentemente afectado por el exceso de alcohol. No recuerdo como empezó a hablar, creo que murmuraba algo cuando me acerqué a retirar el vaso y al sentir mi presencia se desbordó en palabras.
Soy una mierda./ No diga eso, no es verdad./ Usted no sabe lo que me pasa./ ¿Por qué no me cuenta?/ No creo que pueda./ Vamos, hombre, estoy acostumbrado a escuchar cosas fuertes, inténtelo.
Quiero hacer el amor con un cadáver.
Los ojos claros me miraban fijo, pero traspasaban hacia algún punto que estaba más allá de mi rostro. No notó mi turbación, el desagrado por meterme donde nadie me llamaba, las ganas de darme vuelta y olvidarlo. Había escuchado confesiones fuertes de hombres cercados por el dolor, por el vicio, por las deudas. Sabía que el alcohol libera todas las represiones, pero no estaba preparado para algo semejante.
¿Y? ¿Qué me dice? Estoy desesperado, apenas cierro los ojos el deseo es tan intenso que no puedo soportarlo. Y cuando sueño, ella está ahí, desnuda, insinuante…pero nunca llego a tocarla.
Estaba a punto de darle la tarjeta de un médico siquiatra, convencido que era víctima de alguna patología seria, cuando él sacó una foto de su bolsillo derecho. El dolor tenía rostro: una morena de rasgos delicados, joven, de cabello largo y enrulado. En su boca, una sonrisa seductora e inquietante.
Hace treinta años que no he vuelto a verla.
Nunca tomo en el trabajo, pero esa noche me serví un whisky doble. Realmente no entendía lo que el pobre tipo me contaba. Para no complicarme, decidí silenciar mis preguntas y dejar que siguiera hablando:
No pude hacer el amor con nadie más. El anhelo de tener a Angelina es tan fuerte que daría mi propia vida para sentir su cuerpo fundirse con el mío. Pero ella ya no existe, ¿entiende? Es un cadáver al que me aferro noche tras noche.
Aliviado, comprendí que era un ser humano que no podía superar el duelo de haber perdido a su compañera. Fui hacia donde estaba sentado y lo abracé con fuerza. A la media hora, hermanados en la confesión compartida, salimos del bar y caminamos unas cuantas cuadras. Lo noté más animado, escuchó con interés los múltiples consejos que improvisé para calmar su obsesión. En mi omnipotencia, hasta me pareció que se había sanado. Y eso me alegró. Le había tomado afecto, sentí que esa amistad incipiente me iba a dar muchas oportunidades de ayudarlo. Sin darme cuenta, terminé acompañándolo hasta la puerta de su casa. ¿Querés pasar?, me dijo. ¿No es un poco tarde? Vení, insistió, es la hora en que Angelina está más hermosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buen texto...