sábado, 24 de noviembre de 2007

CARLOS MARGIOTTA



AGUJEROS

En una época no muy lejana yo era fabricante de agujeros, sí. Tenía un pequeño taller en el conurbano bonaerense y, si bien no realizaba una gran producción, satisfacía holgadamente las necesidades de mis clientes. Había aprendido el oficio de mi padre, aunque él los hacía de medida, uno por uno y a gusto del comprador. Él los atendía personalmente, les tomaba las medidas y los dejaba hablar como en un confesionario para comprender la calidad de la hechura que debía hacer. Después, con suma paciencia, confeccionaba unos agujeros a mano de gran calidad. "No hay otros mejores, hijo, decía, si hasta el presidente Perón me mandó a hacer uno de luto para los funerales de Evita".
Yo, en cambio, me dedique a la fabricación en serie: agujeros para la construcción, decorativos, para puertas y ventanas, para botellas, tazas y pocillos, ojales de todo tipo y no sé cuantos más, pero nunca me atreví a hacer agujeros orgánicos. Recuerdo que en aquel momento el rubro que mejor andaba era el de repuestos de automóviles porque habían aparecido nuevos modelos.
A pesar de haber mucha competencia, el negocio daba para todos. En la cámara empresaria que nos agrupaba fijábamos los precios base de mercado, y de allí para arriba cada uno se las arreglaba como podía. Éramos parte de la industria nacional, decían los diarios, la que daba trabajo, la que engrandecía la Nación. Y yo les creía, pagaba mis impuestos, reinvertía en la fábrica, ampliaba el stock, diversificaba los rubros, y me endeudaba en dólares.
Mi padre por su parte, seguía haciendo agujeros a medida. "Son agujeros emocionales, verdaderos, son agujeros humanos, no como los que haces vos. Son los que la gente siempre va a necesitar", me decía. Él, con su poca ilustración, sostenía que todos perdemos algo, que donde hay una ganancia siempre se hay una pérdida y que por eso el negocio de los agujeros va a seguir funcionando. Pero su actividad fue decayendo lentamente, en parte porque eran muy caros y además ¿quién tiene tiempo de irse a encargar un agujero a medida y probárselo varias veces antes de llevárselo.
A principios de los noventa empezaron a entrar al país agujeros importados, muchos más baratos que los nacionales y de mejor calidad. Se vendían al por mayor en el Once y en los negocios de todo por dos pesos. Mis colegas empezaron a dejar de fabricar y se dedicaron a importar mercaderías. Yo seguía empeñado tercamente en la misma y me fui fundiendo.
Los productos globalizados eran tan sofisticados, tan insuperables y de una enorme belleza, que no parecían agujeros. Los había para fiestas, reuniones sociales, para el trabajo, para regalo, uno para cada ocasión. Los había disimulados, ocultos, camaleónicos, sin costuras, con música, con películas y los más atrevidos con juguetes sexuales. Los más vendidos eran unos de origen chino de la marca TODO BIEN, que venía sin fallas. Todo el mundo parecía feliz, nadie tenía problemas, todos sonreían, estaban arriba, se había acabado el sufrimiento. Todos vivían tapando sus agujeros.
El dólar valía un peso, la gente viajaba a Europa, se compraba un auto, cambiaba el departamento, mientras que la mitad de la población descendía rápidamente al túnel de la pobreza. Yo cerré la fábrica y clausuré mis sueños. Ahora me dedico al negocio de la reparación de agujeros y trato de descubrir los propios ayudando a los demás a encontrar sus agujeros perdidos.
El mes pasado se murió mi amigo Derlis Maddonni, nuestro querido dibujante de la revista, un artista excepcional y una mejor persona. Al enterarme fui corriendo al baúl de los recuerdos que me dejara mi padre y busqué un agujero así de grande para ponérmelo en el pecho. No sentí ninguna vergüenza, sólo el orgullo de haber sido su amigo. ¿Para qué ir disimilando tanto dolor?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

CARLOS: TE COMENTO QUE TU RELATO ADEMÁS DE TENER UNA FINA ESCRITURA POETICA, ME COMOVIÓ POR TU SENSIBILIDAD Y CALIDEZ.
TE FELICITO!!! NORA MADRAS

Anónimo dijo...

FELICITO AL AUTOR POR EL CUENTO TAN ORIGINAL.
GRACIAS POR COMPARTIRLO.
ANITA MORALES

Martita dijo...

Se extraña mucho al "Loco Derlis"... muy buen relato.

Marina Petroff