martes, 2 de octubre de 2007

ADRIÁN N. ESCUDERO

EL NIÑO DEL MAR
A los Sueños.
Y a los que, como mi padre, D. José Manuel
Agustín, jamás dejaron de intentar hacerlos realidad...

En especial, a la colega escritora, Norma Padra (Revista
“Papirolas”), amigados junto al espejo, ora sereno, ora tempestuoso
del mar de los sueños y de la imaginación, símbolo de la eternidad
buscada por el hombre en clave de libertad…
Fraternamente…
Adrián N. Escudero (22-09-2007) -Santa Fe-
Argentina


El mar.
De las arenas penumbrosas de mi memoria vino aquel recuerdo.
Quién sabe qué extraña brisa sopló sobre ella y, una tras otra, el polvo amarillento de los años rezumó las palabras por los intersticios del tiempo, anárquicas e inseguras –al principio-, ordenadas y sensibles –después-, hasta pergeñar mi imagen de niño solitario discurriendo sobre las arenas mansas –al principio, pero luego agitadas-, de otra realidad.
Arenas de las playas del mar al que continuamente visitaba, como quien visita a su mejor amigo, pues el mar era mi amigo, y era sabio e inconmensurable como el fondo y matiz de las verdades que mi alma perseguía...

“Había sido una larga búsqueda”, diría él.
Hablo de mi padre.
Pero el niño miraba el mar y el mar miraba el niño, y lo hacía con un millón de ojos de espuma, y el niño llamaba al mar y el mar llamaba al niño con otro millón de bocas chorreantes, y el niño saludaba al mar y el mar saludaba al niño con otro, y otro, y otro millón de olas de aplausos y chasquidos, y el mar comenzaba a cantar y hacía cantar al niño, y ambos esperaban la somnolienta oquedad de la noche para despedirse, el niño brotado de sal y de una humedad nueva y nutriente, y el mar humanizado, después de correr como los hombres, de hablar y cantar, de gritar y soñar como los hombres –pequeños-, como los niños de enero que descubren, ¡al fin!, que están vivos...

Del polvo seco y acre de un vetusto cajón de escritorio de antaño, forjado en la madera misionera y olorosa del peteribí, brotó aquel recuerdo.
Fue en aquel día que papá preguntó, grave pero amablemente: “Hijo, ¿a quien preferís? ¿A él o a mí?”.
Y hubo de repetirlo tres o cuatro veces al menos, porque el mar, advertido acaso, fermentaba al unísono ecos de lluvias antiguas y cántaros de adobe que se rompían en mis oídos, ahogándolos en la dimensión de la nostalgia.
Es que me había encontrado nuevamente –como tantas veces- feliz, mirando el mar, y sus aguas de toboganes elásticos sabían de mi alegría por él, y se movían ansiosas queriendo atraparme. Y yo me sentía hermoso y sublimado, con unas manos suaves y sacerdotisas que tomaban puñados de arena como incienso ofrecido a la brisa perenne del mar, y una especie de lluvia de oro de sol quedaba prendida -a mis cabellos cortos y negros- como la mirada abismal de aquel soberano manto de agua viva...
Y me sentía solo con mi cuerpo desnudo ante la tibia inquisición del sol. Sin voces de advertencia, adivinando el futuro de mis pensamientos. Libre y liviano. Volando sobre las cadencias verdes y brillantes, verdes y azules, verdes, azules y calipsas, navegando mi sombra, estremecido... Día por día. Esquivando nubes errantes.
Hasta el próximo grito.

Sí, había sido una larga búsqueda diría como siempre en tanto él...
Hablo de mi padre.
Sólo que esta vez comprendería y no habría muslo dolorido ni reproches ni ojos mojados con un agua extraña a la mansa liquidez del mar.
Había comprendido, por cierto, lo que él significaba para mí frente a ese otro él, es decir, el mar y sus doncellas maternales. Y trataría de explicármelo.
Y dijo que él no era otra cosa más que... la realidad: casi una máscara forzosa que apenas atinaba a sonreír con la amorosa hipocresía del que ama pero sufre. Las arrugas de su rostro empecinado lo signaban irremediablemente.
El mar, en cambio, dijo, eran mis sueños... Mi paraíso personal. El cúmulo anhelado de mis más recónditas querencias. La amplitud de la libertad de mis objetivos. Aunque yo intuyera sólo esto. Nada más. (Diez años es poco tiempo para obrar de otro modo).
Y allí estaba. Tan sereno y superior, que hasta el sólido mar calló, luego del tercer llamado.
Pero no venía a traicionarme. Venía a obsequiarme el regalo de su dolida, más, al cabo, sabia adultez...
Y esta vez dijo:
“Quiero ayudarte a navegar, Gustavo. Hijo, digo, si querés, claro”. (“¿A quién preferís?”, resonaba en mi mente todavía).
“Tengo un barco”, agregó. Y me ayudaba. Lo hacía de veras.
El mar chilló entonces al darse cuenta, y, no muy convencido, dijo no obstante: “Andá con tu padre. Es humano como vos. No dudés. Andá con él...”.
“Pero...”.
“Construí un barco. Un pequeño barco para navegar”, insistió papá.
“¿No entendés aún?”, clamó el mar. “No hay necesidad de elegir. Tendrás que aceptar su propuesta porque no podrás dejar de ser hombre, pero si navegas en mí, tampoco abandonarás tus sueños... ¿Comprendés? Y ya no se agitó más.
“¿Un... barco?, sonreí.
Y esta vez, insisto, ya no hubo enojos ni muslo dolorido. Sólo la amable conferencia que terminó por aclararme lo que el mar había tratado, a su sabio modo, de explicarme. Sobre la vida, claro.
“¡Corramos!”.
“¡Sí!” .

Pero papá se fue pronto. Al mundo de lo invisible, creo. Y quizás eso, o la costumbre de ver al mar ir y venir bajo mis pies, o el no haber aprendido a tiempo a navegarlo, el hecho es que aquí estoy...
Era yo muy chico por aquellos días.
Ahora no. Ya no.
Ahora soy viejo (más que mi padre por aquellos mismos días). Y no tengo mar.
Tampoco niños que buscar sobre la arena, mientras sopla una brisa que regresa el polvo amarillento de mis años, al vetusto cajón del escritorio de madera misionera y olorosa, de donde habían brotado esos recuerdos...
Sin embargo, no he perdido la esperanza que, de pronto, algo bueno suceda. Aún conservo la maqueta del barco de papá, y puedo volver a construirlo.-


No hay comentarios.: