domingo, 11 de febrero de 2007

RAÚL ASTORGA

-En sueños-
No importa, le dijo. No importa que ya no te guste demasiado, prosiguió. Al fin y al cabo, nos conocemos de toda la vida, aunque ni siquiera nos hayamos besado en la boca alguna vez, por esas cosas extrañas de la amistad entre el hombre y la mujer. Dale, ya entraste en mi sueño, y yo te necesito, repitió. Toda mi vida esperé tener un sueño así. Porque los sueños no se eligen. O no te pasó de estar soñando con una chica espectacular, te despertás por el ruido del gato y cuando querés volver... no podés. Sí, te pasó, sé sincero. Sabés que siempre soñé con ser Esmeralda. Y vos me contaste varias veces en noches de borrachera y soledad, en mi casa o en la tuya, que soñabas y soñabas permanentemente con avanzarme. Me lo decías en broma, para ver si yo te daba el gusto. Claro, ahora te tomás revancha. Ahora recordás cuando yo venía a contarte acerca de algún chico que me gustaba. Yo veía que no lo tomabas demasiado bien, pero pensaba que querías protegerme, como a una hermanita, qué sé yo. No te hagas rogar. Ayudame, te necesito. Ya estás en mi sueño, y sólo durará hasta despertar, pero quedará para siempre en mi memoria. Siempre soñé con ser Esmeralda. Y vos me contaste alguna vez que esperabas un sueño con Gatúbela. Nos reíamos de ese sueño, pero si alguna vez se te da, yo estoy dispuesta a ayudarte. Ya olvidaste aquella noche del baile de disfraz en el boliche de La Florida, cuando terminamos la secundaria. Nos quedamos solos hasta que vimos asomar el sol desde la playa sucia, entre latas de cerveza aplastadas por el tiempo, y servilletas de papel usadas, y nuestras inocentes ganas de charlar juntos acerca de otros chicos y chicas que nos habían impactado esa noche. Vos estabas de Batman y yo de Gatúbela pero, como el de la tele, no me tocaste un pelo. Cómo es eso de que ya no te gusto demasiado. Si tres veces me dijiste que... Ya está bien, va a amanecer, por favor, necesito a ese Quasimodo que hiciste en aquel cumpleaños que le festejamos a Dani. Sólo tenés que tocar las campanas, mientras mi príncipe me abraza y me besa con pasión. Ni siquiera importa que no me quieras más, es sólo un favor de amigo el que te pido. Ya amanece, ya amanece, gimió ella con recurso melodramático.Él se despertó, se lavó la cara, fue hasta la cocina del departamento para prepararse un café. Con el pocillo en su mano, el humo en ascenso lento hacia el infinito,se asomó a la ventana. Contempló el campanario de la catedral, y recordó que se había venido a Liverpool, no por ese trabajo como le dijo a algunos, sino para olvidarla.
(Julio 2006)
-Tiempo para caminar-
Desde que era chico, muy chico, tuve la idea de encontrar un lugar desde el cual, caminara hacia donde caminara, pudiera ir hacia el sur. Al fin lo logré, por circunstancias obligadas, pero me encuentro andando sin parar y contemplando cómo está el mundo. Sé que ella me espera en el sur, como hemos convenido. Pero ambos sabemos que cuando llegue, ya no seré el mismo. Es el riesgo. Seguir estos caminos me ha hecho pensar que no importa el tiempo. Ayer anduve entre edificios de cristal de cuarzo, merodeando el afán de los más perturbadores arquitectos que intentan propagar su fama. Quién puede asociar ese paisaje con un tipo que sólo ingresa en un comedor a comer, por necesidad; no para cargarse las pilas como hace la mayor parte de estos seres disgregados. La gran guerra nos dejó esta ocasión de cruzarnos casi sin vernos. Sin embargo, hay esperanzas en este chofer que me lleva en su vehículo hacia las afueras de la ciudad. Me dice que caminar por aquí es peligroso y que las patrullas no defienden a quienes se empeñan en ir hacia el sur. Esta mañana, crucé velozmente los campos abrumados por la eterna sequía. Las pantallas de los medios de información afirman que jamás volverá a crecer una planta. Sin embargo, al mediodía pude ver el sol que se muestra firme, eterno y dispuesto a esperar el tiempo necesario que permita volver a creer en la humanidad. Me senté junto al río, vacío, rasgado, azul de la nada que dejó ese maldito azufre que esparcieron alguna vez. Miré alrededor, sin hallar siquiera un perdido compañero a caballo. Claro, si ya no existen esos animales, aunque me empeñe en creer en ellos. La esperanza de cruzarme con un perro que me siga, tampoco. Sin embargo, hay algo en el paisaje que lo hace poseedor de una belleza macabra. Por la tarde sigo hacia el sur, cruzando canales, monumentos en ruinas erigidos en otra época por los ausentes, y selvas amazónicas resecas y altivas por su gris apagado. Ya, a esta altura, no hay ellos; sólo nosotros como vine sospechando desde tiempo atrás. Y sigo escandalosamente hacia el sur, bordeando el Paraná que perdió todo menos su nombre. Perdió su sabor, su color marrón, sus pueblos a ambos márgenes. Mientras el sol cae, o caigo yo, según se mire, llego a destino. Aparecen las primeras estrellas, y la veo. Está sentada de espaldas a las cuatro torres que marcan nuestros puntos cardinales, sobre un montículo deprimido, contemplando con sus ojos de mirar al infinito el río que ya no existe. Me espera porque sonríe cuando me ve. Su rostro se apaga, pero permanece la silueta de su cara, de perfil, a contraluz de la incipiente luna. Le digo que es verdad: estamos solos. El primer mundo es de los androides, y todos los calendarios que pude ver marcan el 2999. Me rasco el antebrazo ante la primera picadura de mosquito que sufro desde que salimos a la superficie. De pronto, se oye un sonido que habíamos olvidado. A metros de allí, un destello violáceo nos guía hacia la infatigable alarma. Nos acercamos para ver. Es un teléfono celular, solo en la inmensidad cósmica del universo. Nos miramos apenas. Ella lo levanta y me pregunta: quién podrá ser a esta hora, y desde dónde.
(Septiembre 2006)

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