EL TÍO LALO
-¿Creés en Dios?
-Creía.
-Tratá de pensar en el bebé.
Antes de que mi mano se posara sobre su vientre, gritó:
-¡No puedo! ¡No puedo!
Todas las miradas la buscaron. Como sucede en estos casos nadie supo muy bien qué hacer. Yo opté por callar. Comenzó a molestarme el aroma de los gladiolos. Miré la hora; no habían pasado más de diez minutos desde mi llegada. Su llanto no me dejaba respirar. La tomé de la mano; no sé si se dio cuenta. Miré el reloj y me propuse, quizás por esas costumbres heredadas, permanecer allí, cerca de ella, hasta la hora del rito religioso; cuando el cura párroco se hiciera presente, aprovechando el movimiento de gente que ocasiona estas costumbres, partiría en silencio.
Dos años antes Gabriel había ingresado a la escuela donde yo trabajaba como docente del Nivel Inicial. Cuando entrevisté a la madre para conocer aspectos de la personalidad del niño, me confesó que nunca lo dejaba salir de su casa, solo; ni a la vereda. Según sus palabras vivía en un barrio muy inseguro. Se le contrajo el rostro cuando me contó que el nene, una vez a la semana, la acompañaba a las visitas dominicales permitidas en la prisión donde albergaban a su hermano. Mi hijo lo adora, dijo. Le pregunté qué posibilidad tenía de quedar en libertad y cuál había sido el delito. Sentencia por Homicidio Calificado; bajó el tono de voz, al decirlo. Cuando cumpla la mayoría de edad lo trasladarán a la Unidad 6 del Penal de Rawson, una cárcel para delincuentes que consideran con alto grado de peligrosidad. Fue en defensa propia, créame. ¡Se la tenían jurada! Cometió el error de escaparse; lo agarraron al rato, y lo metieron preso. Tenía otros antecedentes por Robo a Mano Armada. Bueno, usted sabe cómo son estas cosas: las malas compañías. Fue eso.
Callé ante su sollozo y poco después le pregunté si quería contarme algo más, me contestó que no, que sólo quería pedirme algo. ¡Cuídemelo, mucho, señorita!, imploró.
Le respondí que se quedara tranquila, que a su hijo le iba a hacer muy bien asistir al Jardín y jugar con otros chicos, que eso era muy importante a su edad; que se iba a sorprender con todo lo que iba a aprender. ¡El juega con sus hermanas!, dijo. Si yo no puedo venir a buscarlo, lo hará su abuela.
La despedí con un beso.
Gabriel se movía en la sala como un bebé gateando, se refugiaba debajo de las mesas y emitía sonidos guturales. No sabía cómo tratarlo; me dejé llevar por la intuición: cuando adoptaba esa conducta, lo dejaba hacer. Poco rato después se cansaba y se unía al grupo de niños. No tenía problemas de comunicación, nos contaba historias fantásticas: el protagonista de sus relatos era siempre su tío Lalo: un ídolo todopoderoso que los milicos habían metido en cana.
El niño a menudo se quería escapar. Decidí cerrar con llave la puerta del aula. Poco a poco comenzó a socializarse.
Un día me dijo “te quiero”.
A menudo me traía artesanías hechas por el tío, para mí, en su celda. Era evidente que el chiquito compartía con él sus nuevas experiencias. Un día quiso que leyera una poesía escrita por el recluso. Pude comprobar la devoción de los niños hacia su primer maestra: se la había transmitido al muchacho, y este había hecho suyo ese afecto.
El ciclo escolar había terminado y yo aún podía sentir el aroma siempre fresco de sus rulos.
Ahora era la hermanita la que daba los primeros pasos por el Jardín, la que ocupaba los espacios que él ya había recorrido. Gabriel la acompañaba hasta la puerta del salón y me abrazaba muy fuerte. Yo me aprovechaba de ese momento y lo retenía muy pegadito a mi cuerpo. Después, ante mi insistencia, como un torbellino corría hasta su aula de primer grado.
Al tercer año de haberlo conocido se espaciaron nuestros encuentros. El segundo grado quedaba distante de mi lugar de trabajo. Aún así, de vez en cuando, transitaba con apuro el pasillo que nos separaba y me estrechaba en un renovado abrazo.
Intercambiábamos siempre un “yo también te quiero”.
El mismo aroma en sus cabellos rizados.
Me era imposible traer, ahora, a la memoria esa fragancia, tal vez me lo impidiera el olor a incienso o la transpiración de la madre. Había empezado a apretar fuerte mi mano, y gemía.
Me alegré cuando se abrió la puerta de la sala velatoria. Es el sacerdote, pensé, y volví a mirar la hora; era temprano para la ceremonia prevista.
Entraron tres hombres. El del medio, más joven, vestía pantalón de jeans y una remera estirada. Miró hacia un lado..., miró hacia el otro. Tardó en darse cuenta adónde dirigir sus pasos. Hizo esfuerzos por caminar sin tambalearse y con los brazos envolvió su pecho. Pasó muy cerca mío y pude ver el enceguecimiento que lo sumía. Sus ojos eran dos cuencos sanguinolentos. No sé cómo llegó al pequeño féretro.
Con su presencia se acalló el murmullo y el silencio de los sepulcros comenzó a hacerse presente. Pronto lo interrumpió las expresiones de desesperación que el hombre arrancaba de la garganta. Empalideció su rostro, enjugó sus lágrimas con los dorsos de las manos y observó el cadáver que yo no me había animado a mirar. La rueda de un camión, a la salida de la escuela, había pasado por ese cuerpecito y me costaba entender cómo aún mantenían abierto el receptáculo de madera.
La abuela de Gabriel se acercó con el evidente fin de sostener al hombre, pero la fuerza del propio dolor no se lo permitió.
Nadie se movió de su lugar.
La madre soltó mi mano para llevarla a su vientre.
Respiré hondo.
El hombre se aferraba al cajón.
Cuando intentó recostarse sobre el ataúd, me asusté. El eco de su desgarro me devolvió a la realidad: las rodillas se le quebraban; si se soltaba caería desplomado. Había escuchado hablar, literalmente, de un cuerpo doblado por el dolor. Ahí estaba.
A un mismo tiempo las dos personas que habían entrado con el joven, se acercaron con prudencia; lo tomaron cada uno de un brazo y con poquísimo esfuerzo lo arrastraron hasta la puerta de entrada. Vaya a saber con qué energía, allí se incorporó.
No ofreció resistencia cuando uno de los sujetos juntó sus muñecas y el otro lo esposó.
Al cerrarse la puerta se generalizaron los rumores. Voces que intentaban ser respetuosas se oían cada vez más alto.
Salí de la sala mortuoria. En el camino me crucé con el sacerdote.
Elevé en silencio una oración.
Por Gabriel.
Por el tío Lalo.
-¿Creés en Dios?
-Creía.
-Tratá de pensar en el bebé.
Antes de que mi mano se posara sobre su vientre, gritó:
-¡No puedo! ¡No puedo!
Todas las miradas la buscaron. Como sucede en estos casos nadie supo muy bien qué hacer. Yo opté por callar. Comenzó a molestarme el aroma de los gladiolos. Miré la hora; no habían pasado más de diez minutos desde mi llegada. Su llanto no me dejaba respirar. La tomé de la mano; no sé si se dio cuenta. Miré el reloj y me propuse, quizás por esas costumbres heredadas, permanecer allí, cerca de ella, hasta la hora del rito religioso; cuando el cura párroco se hiciera presente, aprovechando el movimiento de gente que ocasiona estas costumbres, partiría en silencio.
Dos años antes Gabriel había ingresado a la escuela donde yo trabajaba como docente del Nivel Inicial. Cuando entrevisté a la madre para conocer aspectos de la personalidad del niño, me confesó que nunca lo dejaba salir de su casa, solo; ni a la vereda. Según sus palabras vivía en un barrio muy inseguro. Se le contrajo el rostro cuando me contó que el nene, una vez a la semana, la acompañaba a las visitas dominicales permitidas en la prisión donde albergaban a su hermano. Mi hijo lo adora, dijo. Le pregunté qué posibilidad tenía de quedar en libertad y cuál había sido el delito. Sentencia por Homicidio Calificado; bajó el tono de voz, al decirlo. Cuando cumpla la mayoría de edad lo trasladarán a la Unidad 6 del Penal de Rawson, una cárcel para delincuentes que consideran con alto grado de peligrosidad. Fue en defensa propia, créame. ¡Se la tenían jurada! Cometió el error de escaparse; lo agarraron al rato, y lo metieron preso. Tenía otros antecedentes por Robo a Mano Armada. Bueno, usted sabe cómo son estas cosas: las malas compañías. Fue eso.
Callé ante su sollozo y poco después le pregunté si quería contarme algo más, me contestó que no, que sólo quería pedirme algo. ¡Cuídemelo, mucho, señorita!, imploró.
Le respondí que se quedara tranquila, que a su hijo le iba a hacer muy bien asistir al Jardín y jugar con otros chicos, que eso era muy importante a su edad; que se iba a sorprender con todo lo que iba a aprender. ¡El juega con sus hermanas!, dijo. Si yo no puedo venir a buscarlo, lo hará su abuela.
La despedí con un beso.
Gabriel se movía en la sala como un bebé gateando, se refugiaba debajo de las mesas y emitía sonidos guturales. No sabía cómo tratarlo; me dejé llevar por la intuición: cuando adoptaba esa conducta, lo dejaba hacer. Poco rato después se cansaba y se unía al grupo de niños. No tenía problemas de comunicación, nos contaba historias fantásticas: el protagonista de sus relatos era siempre su tío Lalo: un ídolo todopoderoso que los milicos habían metido en cana.
El niño a menudo se quería escapar. Decidí cerrar con llave la puerta del aula. Poco a poco comenzó a socializarse.
Un día me dijo “te quiero”.
A menudo me traía artesanías hechas por el tío, para mí, en su celda. Era evidente que el chiquito compartía con él sus nuevas experiencias. Un día quiso que leyera una poesía escrita por el recluso. Pude comprobar la devoción de los niños hacia su primer maestra: se la había transmitido al muchacho, y este había hecho suyo ese afecto.
El ciclo escolar había terminado y yo aún podía sentir el aroma siempre fresco de sus rulos.
Ahora era la hermanita la que daba los primeros pasos por el Jardín, la que ocupaba los espacios que él ya había recorrido. Gabriel la acompañaba hasta la puerta del salón y me abrazaba muy fuerte. Yo me aprovechaba de ese momento y lo retenía muy pegadito a mi cuerpo. Después, ante mi insistencia, como un torbellino corría hasta su aula de primer grado.
Al tercer año de haberlo conocido se espaciaron nuestros encuentros. El segundo grado quedaba distante de mi lugar de trabajo. Aún así, de vez en cuando, transitaba con apuro el pasillo que nos separaba y me estrechaba en un renovado abrazo.
Intercambiábamos siempre un “yo también te quiero”.
El mismo aroma en sus cabellos rizados.
Me era imposible traer, ahora, a la memoria esa fragancia, tal vez me lo impidiera el olor a incienso o la transpiración de la madre. Había empezado a apretar fuerte mi mano, y gemía.
Me alegré cuando se abrió la puerta de la sala velatoria. Es el sacerdote, pensé, y volví a mirar la hora; era temprano para la ceremonia prevista.
Entraron tres hombres. El del medio, más joven, vestía pantalón de jeans y una remera estirada. Miró hacia un lado..., miró hacia el otro. Tardó en darse cuenta adónde dirigir sus pasos. Hizo esfuerzos por caminar sin tambalearse y con los brazos envolvió su pecho. Pasó muy cerca mío y pude ver el enceguecimiento que lo sumía. Sus ojos eran dos cuencos sanguinolentos. No sé cómo llegó al pequeño féretro.
Con su presencia se acalló el murmullo y el silencio de los sepulcros comenzó a hacerse presente. Pronto lo interrumpió las expresiones de desesperación que el hombre arrancaba de la garganta. Empalideció su rostro, enjugó sus lágrimas con los dorsos de las manos y observó el cadáver que yo no me había animado a mirar. La rueda de un camión, a la salida de la escuela, había pasado por ese cuerpecito y me costaba entender cómo aún mantenían abierto el receptáculo de madera.
La abuela de Gabriel se acercó con el evidente fin de sostener al hombre, pero la fuerza del propio dolor no se lo permitió.
Nadie se movió de su lugar.
La madre soltó mi mano para llevarla a su vientre.
Respiré hondo.
El hombre se aferraba al cajón.
Cuando intentó recostarse sobre el ataúd, me asusté. El eco de su desgarro me devolvió a la realidad: las rodillas se le quebraban; si se soltaba caería desplomado. Había escuchado hablar, literalmente, de un cuerpo doblado por el dolor. Ahí estaba.
A un mismo tiempo las dos personas que habían entrado con el joven, se acercaron con prudencia; lo tomaron cada uno de un brazo y con poquísimo esfuerzo lo arrastraron hasta la puerta de entrada. Vaya a saber con qué energía, allí se incorporó.
No ofreció resistencia cuando uno de los sujetos juntó sus muñecas y el otro lo esposó.
Al cerrarse la puerta se generalizaron los rumores. Voces que intentaban ser respetuosas se oían cada vez más alto.
Salí de la sala mortuoria. En el camino me crucé con el sacerdote.
Elevé en silencio una oración.
Por Gabriel.
Por el tío Lalo.
2 comentarios:
Me gustó la crudeza de este cuento.Felicitaxciones. Rosa Lía
Gracias Rosa Lìa; y gracias a Norma por darle a este relato la oportunidad de traspasar los lìmites impuestos por la realidad.
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