viernes, 26 de octubre de 2007

JORGE LUIS ESTRELLA

POBRES PALABROTAS

Los nuevos informes de los astronautas
dicen que la luna está en la gran flauta,
que la flauta tiene varios aujeritos
y que no es lo mismo la flauta y el pito.
Al pito lo toca un tipo en la cancha
mientras hay tribunas llenas de avalanchas
y si muere alguno paran la pelota
y se oye un silencio y una palabrota.
Y una palabrota, siguiendo las pautas,
parece el informe de algún astronauta
porque la tierra, la luna y marte
y todo planeta que esté en cualquier parte,
sea grande, pequeño, con sueño o sin sueño,
con ONU y OTAN, con dueño o sin dueño,
está hecho a palabras, simples o compuestas,
a palabras chicas, grandes o grandotas,
pobres palabritas, pobres palabrotas,
a blancos con mitos o negros con motas,
a marcianos sanos o con la viruela,
a niños y niñas camino a la escuela.
Los diarios con letras y con dibujitos
nos dan la noticia de los astronautas
y cual los mateos y los organitos,
aquellos billetes de quinientos pesos,
los rizos, los rezos, los visos, los besos,
pasaron de moda los hombres poetas,
los tranvías y las bicicletas,
las estalactitas, las estalactitas,
como no se usa no sirve la zeta
y la luna luna pasó ya de moda

y sólo nos resta tomar todo en joda.

MARCELINO MENÉNDEZ


UN ESCAPE

Mientras cigarras y grillos estridulan
interrumpiendo la noche silenciosa y quieta,
en mi mente surge un rumor de límites
como luz separada por un hilo de sombras,
ocupando un lugar en el tiempo.

Lo hace con ideas que tienen
su contradicción interna, hasta alcanzar
lo absurdo y me hacen sentir
como si estuviera en espacios no definidos,
ante precarias alternativas y presagios
recurrentes de incertidumbre.

Pero es, en ese caos interior de desconcierto,
cuando llega a deslizarse la calma,
que me conduce poco a poco al equilibrio
perdido y me traslada sin paliativos
a la serenidad y al encuentro de lo sensato.

El hilo de sombras desaparece y se mitigan
las estridencias nocturnas, recuperándose
el silencio y la quietud.

Todo ha sido sólo el amago de un escapismo…
ooooOoooo
LO ANHELANTE


Mayo es buen tiempo; la tarde tranquila,
la agradable brisa y el intermitente canto
de un mirlo cercano, hacen estos momentos
placenteros.

Sigo en mi ventana; escribo lo que siento
a la luz de un limpio azul entre los
verdes de la enredadera; y creo en lo esencial
que es hallar cualquier cosa que haga grato
el vivir y todo aquello que vista de emoción
y sentimiento el color, el aroma y la forma,
aunque fueran verdades mentira o mentira
verdades, pero donde evites el tedio
cuando el ruido calle , la luz se apague
y la oscuridad te impida ver.

Hallar la fuente de la inspiración en la musa
placentera de Euterpe y transcribirlo, buscando
la manera profunda y propia de hacerlo
y con ello activar la forma fácil y natural
de la energía y la esencia, modificando
lo que está quieto en un rebullir
constante de lo intangible.

Y, las palabras emergerán…

Murcia, España


viernes, 12 de octubre de 2007

CORA STÁBILE

YO, EGLE


Llegué a Buenos Aires a mediados del mes de abril en uno de esos años de la agitada década del setenta.
Nací casi sin pelo, esmirriada y enclenque, única hembra de una camada de cuatro pequeños gatitos.
Mi dueña decidió llamarme Eglé, un tiempo después supe por qué: ese era el nombre que Horacio Quiroga le había puesto a su primera hija y él era uno de sus escritores preferidos (escuché esa historia una tarde en que yo reposaba sobre su falda y ella charlaba con una amiga).
Me gustaba mucho tomar leche y corretear tras las pelotitas de papel que los chicos hacían para mí, pero lo más lindo era jugar con los ovillos de lana del canasto cuando Doña Elisa tejía sentada cómodamente en el sillón de mimbre que ubicaba dentro de ese cuadrado de sol que entraba por la ventana. Yo muchas veces me echaba en el sillón verde simplemente para disfrutar de los cálidos rayos dorados.
Fui creciendo amparada por los tiernos cuidados de mi ama y jugando entre las piernas de Fede y de Nico.
Cuando comenzaron a suceder cosas extrañas en mi cuerpo me sentí inquieta.
Un día aparecieron unas gotitas rojas en el piso y yo rápidamente pasé la lengua y las hice desaparecer, tenía miedo que se enojaran conmigo.
Una noche escuché el imperioso y lastimero llamado del gato del vecino, sin dudarlo fui a su encuentro. Una inmensa luna llena iluminaba la azotea en la que nos encontramos:
allí conocí el amor.
Mis maullidos eran cada vez más agudos y yo no podía evitarlo, el dolor y el placer habían hecho presa de mí.
Al poco tiempo advertí que empezaba a engordar en forma exagerada y sentí vida creciendo en mi interior.
Un tiempo después nacieron tres gatitos que se me parecían mucho, supe que había sido madre y los cuidé con amor; los amamanté con placer, felizmente mis amos no nos separaron, pero a los treinta días del nacimiento comencé a sentirme enferma, casi no podía caminar y me dolían hasta las uñas.
Una noche serena que presentaba un cielo tachonado de brillantes estrellas y con una hermosa luna llena, como la de la primera vez, me acosté junto a mis hijitos que se acurrucaron cariñosos a mi lado. Al rato me dormí profundamente y nunca más desperté.

martes, 2 de octubre de 2007

ADRIÁN N. ESCUDERO

EL NIÑO DEL MAR
A los Sueños.
Y a los que, como mi padre, D. José Manuel
Agustín, jamás dejaron de intentar hacerlos realidad...

En especial, a la colega escritora, Norma Padra (Revista
“Papirolas”), amigados junto al espejo, ora sereno, ora tempestuoso
del mar de los sueños y de la imaginación, símbolo de la eternidad
buscada por el hombre en clave de libertad…
Fraternamente…
Adrián N. Escudero (22-09-2007) -Santa Fe-
Argentina


El mar.
De las arenas penumbrosas de mi memoria vino aquel recuerdo.
Quién sabe qué extraña brisa sopló sobre ella y, una tras otra, el polvo amarillento de los años rezumó las palabras por los intersticios del tiempo, anárquicas e inseguras –al principio-, ordenadas y sensibles –después-, hasta pergeñar mi imagen de niño solitario discurriendo sobre las arenas mansas –al principio, pero luego agitadas-, de otra realidad.
Arenas de las playas del mar al que continuamente visitaba, como quien visita a su mejor amigo, pues el mar era mi amigo, y era sabio e inconmensurable como el fondo y matiz de las verdades que mi alma perseguía...

“Había sido una larga búsqueda”, diría él.
Hablo de mi padre.
Pero el niño miraba el mar y el mar miraba el niño, y lo hacía con un millón de ojos de espuma, y el niño llamaba al mar y el mar llamaba al niño con otro millón de bocas chorreantes, y el niño saludaba al mar y el mar saludaba al niño con otro, y otro, y otro millón de olas de aplausos y chasquidos, y el mar comenzaba a cantar y hacía cantar al niño, y ambos esperaban la somnolienta oquedad de la noche para despedirse, el niño brotado de sal y de una humedad nueva y nutriente, y el mar humanizado, después de correr como los hombres, de hablar y cantar, de gritar y soñar como los hombres –pequeños-, como los niños de enero que descubren, ¡al fin!, que están vivos...

Del polvo seco y acre de un vetusto cajón de escritorio de antaño, forjado en la madera misionera y olorosa del peteribí, brotó aquel recuerdo.
Fue en aquel día que papá preguntó, grave pero amablemente: “Hijo, ¿a quien preferís? ¿A él o a mí?”.
Y hubo de repetirlo tres o cuatro veces al menos, porque el mar, advertido acaso, fermentaba al unísono ecos de lluvias antiguas y cántaros de adobe que se rompían en mis oídos, ahogándolos en la dimensión de la nostalgia.
Es que me había encontrado nuevamente –como tantas veces- feliz, mirando el mar, y sus aguas de toboganes elásticos sabían de mi alegría por él, y se movían ansiosas queriendo atraparme. Y yo me sentía hermoso y sublimado, con unas manos suaves y sacerdotisas que tomaban puñados de arena como incienso ofrecido a la brisa perenne del mar, y una especie de lluvia de oro de sol quedaba prendida -a mis cabellos cortos y negros- como la mirada abismal de aquel soberano manto de agua viva...
Y me sentía solo con mi cuerpo desnudo ante la tibia inquisición del sol. Sin voces de advertencia, adivinando el futuro de mis pensamientos. Libre y liviano. Volando sobre las cadencias verdes y brillantes, verdes y azules, verdes, azules y calipsas, navegando mi sombra, estremecido... Día por día. Esquivando nubes errantes.
Hasta el próximo grito.

Sí, había sido una larga búsqueda diría como siempre en tanto él...
Hablo de mi padre.
Sólo que esta vez comprendería y no habría muslo dolorido ni reproches ni ojos mojados con un agua extraña a la mansa liquidez del mar.
Había comprendido, por cierto, lo que él significaba para mí frente a ese otro él, es decir, el mar y sus doncellas maternales. Y trataría de explicármelo.
Y dijo que él no era otra cosa más que... la realidad: casi una máscara forzosa que apenas atinaba a sonreír con la amorosa hipocresía del que ama pero sufre. Las arrugas de su rostro empecinado lo signaban irremediablemente.
El mar, en cambio, dijo, eran mis sueños... Mi paraíso personal. El cúmulo anhelado de mis más recónditas querencias. La amplitud de la libertad de mis objetivos. Aunque yo intuyera sólo esto. Nada más. (Diez años es poco tiempo para obrar de otro modo).
Y allí estaba. Tan sereno y superior, que hasta el sólido mar calló, luego del tercer llamado.
Pero no venía a traicionarme. Venía a obsequiarme el regalo de su dolida, más, al cabo, sabia adultez...
Y esta vez dijo:
“Quiero ayudarte a navegar, Gustavo. Hijo, digo, si querés, claro”. (“¿A quién preferís?”, resonaba en mi mente todavía).
“Tengo un barco”, agregó. Y me ayudaba. Lo hacía de veras.
El mar chilló entonces al darse cuenta, y, no muy convencido, dijo no obstante: “Andá con tu padre. Es humano como vos. No dudés. Andá con él...”.
“Pero...”.
“Construí un barco. Un pequeño barco para navegar”, insistió papá.
“¿No entendés aún?”, clamó el mar. “No hay necesidad de elegir. Tendrás que aceptar su propuesta porque no podrás dejar de ser hombre, pero si navegas en mí, tampoco abandonarás tus sueños... ¿Comprendés? Y ya no se agitó más.
“¿Un... barco?, sonreí.
Y esta vez, insisto, ya no hubo enojos ni muslo dolorido. Sólo la amable conferencia que terminó por aclararme lo que el mar había tratado, a su sabio modo, de explicarme. Sobre la vida, claro.
“¡Corramos!”.
“¡Sí!” .

Pero papá se fue pronto. Al mundo de lo invisible, creo. Y quizás eso, o la costumbre de ver al mar ir y venir bajo mis pies, o el no haber aprendido a tiempo a navegarlo, el hecho es que aquí estoy...
Era yo muy chico por aquellos días.
Ahora no. Ya no.
Ahora soy viejo (más que mi padre por aquellos mismos días). Y no tengo mar.
Tampoco niños que buscar sobre la arena, mientras sopla una brisa que regresa el polvo amarillento de mis años, al vetusto cajón del escritorio de madera misionera y olorosa, de donde habían brotado esos recuerdos...
Sin embargo, no he perdido la esperanza que, de pronto, algo bueno suceda. Aún conservo la maqueta del barco de papá, y puedo volver a construirlo.-


CARLOS MARGIOTTA

LA NOCHE ANTERIOR
Amanece, lo anuncia el tren de las seis y cuatro atravesando el barrio, como un río torrentoso. Las vías de metal, crucificadas sobre los durmientes de quebracho resignado, crujen junto al trueno de la máquina diesel que grita al detenerse y al partir de la estación de chapa y madera que se esconde entre los edificios clavados en la orilla de la avenida principal, y las casas desparramadas entre la arboleda como dados arrojados al azar por un cubilete gigante.
El sol cuadriculado, cae sobre el ventanal de la habitación que da a la calle, estrellando sus rayos amarillos sobre el cubrecama de dos plazas y penetra a través de los agujeros simétricos de la cortina desenrollada hasta el piso de baldosas oscuras. Después, el barrio se llenará de otros ruidos, los camiones cargados de mercancías, los coches esquivando las arrugas del pavimento, la gente esperando en grupos alrededor de las paradas de los ómnibus, yendo hacia el trabajo cotidiano, y los niños alborotando en la esquina del colegio.
La mujer subió por la estrecha escalera del tren de las seis y cuatro, llevando un bolso de tela azul colgado de su hombro derecho, y un atado de ropa en la otra mano. Caminó por el pasillo del vagón vacío de pasajeros, y en la mitad de su recorrido se acomodó en un asiento junto a la ventanilla, apoyó el bolso en el piso y lo sujetó el atado de ropa entre sus piernas sosteniéndolo contra el pecho con los brazos cruzados. Su imagen joven se reflejó en el vidrio salpicado de gotas secas de lluvia, mostrando el hermoso rostro alargado con su nariz delgada a la sombra de sus gruesas cejas de pelo negro que a él tanto le gustaban. Sus labios de curvas tristes le habían dicho en la noche anterior: "Me voy porque tengo miedo", ese miedo perdido y recurrente que de pronto la asaltaba como una ausencia, alejándola del hombre con la que se sentía feliz.
Entrecerró los ojos profundos y vio el camino desértico que la llevaría al pueblo de su infancia, vio a su madre enferma de recuerdos contando cuentos desde el sillón de paja (los cuentos que le contara Enelda), vio a sus sobrinos jugando a la guerra con fusiles de madera en el patio de tierra humedecida, vio la tumba de su padre, vio su regreso por la misma vía cansada, y escuchó el sonar de la campana de la vieja estación, y el empujón seco sobre el pecho rompiendo la inercia del tren oprimiendo su espalda contra el respaldo del asiento.
En ese mismo instante, el hombre bajó de la cama donde estallaba el sol, enrolló la cortina del ventanal y lo abrió de par en par para respirar profundamente antes del primer cigarrillo. Los perros del vecindario aullaban unos con otros entre los restos de una bolsa de basura, como en un coro desafinado. Estaba de mal humor, enojado consigo mismo, tal vez, por no haberla acompañado a la estación de tren como ella se lo había pedido esa noche. Se rascó la barba con las dos manos frente al espejo adherido en la puerta central del ropero de roble, y sintió el peso del día naciente con sus obligaciones, y las ganas (él también) de escapar de la rutina del hospital en esa ciudad tan querida que últimamente lo agobiaba tanto. Prendió la radio portátil cuando la locutora de voz monocorde leía las noticias como una oración mil veces repetida. Caminó hacia el baño entre bostezos, donde lo esperaba una ducha caliente. Guardó en el botiquín empotrado entre lo azulejos, la cajita de polvos multicolores con la que ella resaltaba sus mejillas tiernas y el cepillo de cerda para alisar su pelo ondulado. Quizás los había dejado allí a propósito, para que recordara de su presencia entre otras cosas desordenadas cuyo uso desconocía. "Siempre te estás yendo", le había dicho sin rencor la noche anterior, mientras se quitaba la ropa antes de acostarse desnudo junto a la mujer que lo invitaba a acariciarla en toda su inmensidad abandonada sobre la sábana hasta el final sin aliento. Después de todo, pensó, ella siempre volvía a su cuerpo encendido como en eterno retorno porque a pesar de todo, él sabía que lo amaba. Sin embargo, en ese otro lugar que habita entre la razón y el instinto, presentía que esa noche sería la última.
El tren se fue alejando de la ciudad y ganado kilómetros en el paisaje árido. Ella, entre sueños, creyó verlo correr por el andén tratando de subir al vagón para decirle lo que siempre había querido escuchar: "Quiero tener un hijo tuyo". El guarda le toco el hombro y le pidió los pasajes. La imagen se apagó abruptamente como su deseo. Esta vez, en el fondo de su intimidad, sabía que no iba a volver, y se sintió un aliviada.
El trabajo en el hospital transcurrió entre urgencias quirúrgicas, los reclamos de abastecimientos medicinales, la atención de los pacientes, y la preparación del personal auxiliar para un alerta sanitario que lo distrajeron del recuerdo durante la jornada. Al atardecer, mientras tomaba un café, pensó en ella. Se vio corriendo el tren desesperado y subir al vagón donde la imagen de ella se reflejaba en la ventanilla salpicado de gotas secas de la lluvia, y pedirle que se quedara para siempre.
El sonar de las sirenas lo volvieron al presente, apenas tuvo tiempo de dar algunas órdenes cuando el cielo se cubrió de aviones. Las primeras ambulancias empezaron a llegar una hora después del bombardeo, cuando el hospital ya estaba a oscuras. Se rascó la barba frente al espejo colgado encima del lavatorio de la sala de operaciones mientras traían a un herido. Vio en su rostro correr un brillo como una lágrima, y se puso los guantes de látex cuando estalló el primer misil.

CORA STÁBILE

EL SOMBRERO



Era una familia numerosa. Un matrimonio de clase media acomodada con seis hijos, tres de ellos mujeres (muy distintas entre sí).
Cuentan que la mayor, de nombre Ofelia, se parecía a Marlene Dietrich, era alta, delgada, rubia y muy bonita.
Se sabe también que Roberto Arlt había quedado prendado de ella y trató en vano de lograr su atención, es que el corazón de la joven ya tenía dueño: un médico neurólogo con el que mantenía una relación formal con fecha de casamiento establecida.
Pero, sin embrago, el destino de la pareja sería muy diferente al que ellos habían planificado.
Un día Eugenio, el novio, que estaba haciendo su guardia semanal en el hospital, se sintió mal. Fue atendido de inmediato, pero un aneurisma había estallado en su cabeza y no pudieron salvarlo.
A partir de ese día Ofelia, la del nombre de protagonista de novela clásica, comenzó a usar ese sombrero negro de ala ancha con un velo que cubría su hermoso rostro.
Ella no apuró su final, pero se encerró en sí misma, nunca más se sacó el sombrero, aceptó resignadamente su destino y siguió su camino, moviéndose sólo en ese mundo que armó a partir de la muerte del ser amado.

RICARDO ALLIEVI

LA MARIPOSA


Grácil, liviana, suave y colorida, en la descolorida Villa, se detiene y aletea en el nylon que reemplaza el vidrio de la ventana.
Abre y cierra lentamente sus alas, cansada de volar en el lugar sin flores para llamar su atención porque no sabe de qué otra forma hacerlo.
La niña yace en la cama de la casucha prefabricada con chapas, maderas y cartón. Sus ojos están abiertos de hambre que le hace un nudo en el estómago, y le rezonga. Gira la cabeza buscando el trozo de pan y el jarrito de mate cocido que hoy no tiene.
Ve a la mariposa afuera, en el momento que entra por el agujero de la ventana para distraerla.
No se olvida del hambre, pero por un momento, es como un juguete que tampoco tiene.
La mariposa baila para ella y ella sonríe. Va, viene, sube, baja. Da vueltas... y se frena de golpe. Interrumpe su vuelo cuando choca y queda adherida a los filamentos que se enredan sus patas y sus antenas.
La vibración de los movimientos para liberarse, despierta a la carcelera al acecho de una víctima en su tela. Se descuelga por un hilo una araña negra que la atrapa con su hilo gris.
La mariposa pierde toda su gracia, pesada y áspera, se diluye su colorido y, al rato, muere. La araña se prepara para comérsela.Para la niña es un sueño que ya fue. Pierde el juguete que la distrajo un rato, haciéndole olvidar su hambre. Ahora vuelve a volar y revolotear en el estómago, como la mariposa, en pleno sol del mediodía.

JUAN CARLOS VECCHI

OCHENTA PISOS



La mujer gorda y peluda del circo desafió al mago a que éste no lo encantaría, pero el mago dijo "poc poc" (apoyando el puño sobre la frente velluda de la atracción femenina), y la convirtió en una preciosa osa de peluche marrón con un moño rojo atado al cuello.
El ahora novio de una osa de peluche, quien era una de las cabezas que el domador usaba para demostrarle al público que los leones del circo estaban bien alimentados, habiendo presenciado la transformación con una sonrisa de oreja derecha a hombro izquierdo, le preguntó al mago si era capaz de hacer desaparecer a dos payasos, a cierto número de perros malabaristas y, por supuesto, al domador.
El mago respondió que él podría enseñarle la forma de hacerlo, pero le dijo que debían viajar juntos a una isla remota del mar Egeo. Allí se encontrarían con un mandril mágico, de nombre Florindo Belgo, quien por 30 dólares y dos kilogramos de bananas con sabor a frutilla, enseñaba ese tipo de artilugio mágico.
El hombre lo pensó durante algunos minutos y, sin decir "tierra vuelve", prefirió entonces realizar una peregrinación con sandalias hawaianas a República Dominicana, haciendo una breve escala en un casino de Punta del Este, Uruguay, donde puso todas las fichas, mitad y mitad, al color negro y al color rojo - pensó que jugando así, al menos saldría hecho - , pero menuda sorpresa se llevó cuando el tirador exclamó:
- ¡Verde bermellón el número romano XXIV!
Treinta años después, prisionero de un melancólico aliento felino, este señor regresó al circo, pero el circo ya no estaba. En el lugar, ahora se levantaba un edificio de ochenta pisos.
Sin saber por qué lo hacía, comenzó a contar los pisos.
Al ratón, porque el rato tiene cola corta, y habiendo retrocedido lo suficiente para que sus ojos llegaran al último piso, confirmó diciendo:
- Sí, son ochenta pisos.

lunes, 1 de octubre de 2007

JORGE LUIS ESTRELLA

COLÓN

Doscientas embarcaciones
parten rumbo a América
pero esta vez
los indios están preparados.
Un mapuche comenta con un apache
el mal uso de la hache en un afiche.
Un chibcha sabe
que hasta Dios sólo es bueno
si dejan que lo sea.
Un guaraní piensa en Anahí
y se hace pi pí.
Un mataco mata codornices
y dice que se prepara
para la guerra.
Un sanabirón sana
de su viruela boba
y contrae una inteligente.
Un navajo se enamora
de una navaja oxidada.
Un Inca consume
productos Arcor.
Una azteca me sacrifica
y luego me critica.
Una toba exagerada se retoba.
Una maya nudista se desmaya.
Un comechingón se atraganta.
Los diaguitas y los querandíes
tienen menos guita
y son muchos menos.
“¡Qué bien que la pasé!
-dice un navegante
luego de bajarse de La Niña.
Un tehuelche
se toma cinco minutos
y se toma un té.
Un ona no perdona
a los que no perdonaron la cultura indígena.

HÉCTOR BERENGUER

JUEGOS


En el interior de este juego
seré siempre el mismo
como un ojo de cristal
cautivo en su mirada fija.
Las formas que modelo
son arena en el viento,
aire que cruza el espino
salvaje y dulce.

Juego para salvar el mundo
sin ningún esfuerzo
(todo lo puede un niño)
vivir es un momento
sin agonía
que hay que imaginar eterno.
Creer o no creer
mientras sucede todo…

Así borro las huellas
que me llevan a otro mundo
como un aleteo de mariposa
solo y descalzohasta perderme.

RAÚL ACOSTA

Anatomía

El corazón emplumado.

Escribió ésa frase y se dijo: ¿ para qué? .

Decidió tacharla.
Pensó mejor, el aprendiz de
escritor pensó, se dijo:
no hay plumas en el corazón,
de no mediar un vuelo.
Corazón violador. Hum.

Emplumado corazón...
Esto es ilusión,
un simple cuento.
Así comienzan las historias.
Nadie vende finales sueltos.

El corazón emplumado es otra cosa.
No la frase, el sujeto mencionado.
La ambigüedad definitiva.

Recordó que una mujer, enamorada,
en mitad del nubarrón
no llora, espera que la mire
su amado y se dijo, nuevamente:
hay registro del corazón humedecido,
no hay vuelo de corazón alguno
en la nieve, en los aguaceros,
en las tormentas de viento.
Las lluvias, las lágrimas
van por fuera, en otro andarivel.

Se alude aquí a un corazón
desamorado. Peligro. El suspiro,
el sexo,el adiós lo conforman.
Es la sola manera.

No hay plumas en todos los corazones,
eso no es cierto. Hay certezas.
Esto se observa en todas partes.
Se va entendiendo.

Quiso saber, en las enciclopedias
podía estar el dato, de algún vuelo
de un corazón alado, de los blindados
corazones que resisten
el humo en las ciudades,
Los brindis, las despedidas, las torpezas
de las inauguraciones, del afecto
que suele atormentar el pecho
( allí el corazón ) y complicar. Buscó historias
en libros jóvenes y viejos. No juntó palo,
no ligó. Anduvo inquieto.



El corazón emplumado no se ha olvidado
en los hoteles, en trenes, en desvanes.
No hay retrato. No dan razones buenas

Los niños suelen reir en los cines,
frente a los dibujos de la tele
pero son eso: sonrisas dibujadas.
El corazón de los niños no está en juego.
Si vuela ya se sabe.Vuelve.

Conclusión con riesgo, imaginó.
No se debe tomar como segura
la moraleja del corazón que vuela.
Que vuela y cae por descuido,
tristeza, desencanto. Es una frase.

El corazón emplumado es una infeliz
llegada. Un puerto que desdeña las alas
puede esperarlo días enteros. No vendrá.

Lástima, concluyó. No era una mala idea.
Un corazón emplumado viaja solo.
Eso es bueno.

Veremos mañana este asunto
de la inspiración poética.
Mañana toca manos,
manos que baten palmas.
Ya veremos.
Hay mucha desilusión en el ambiente.

JUAN JOSÉ MESTRE

RETAHÍLA



Memoriosos los pájaros que caminan el cielo con alas rotas graznido en furia atemporal de lo brumoso sibilino augurio rasgando heridas aún no heridas se escapa un día y otro y otro y otro y nada nuevo bajo la timidez espasmódica del sol ya moribundo


ooooOoooo


IRAQ




Locura cósmica que ruge entre las llamas. Cuerpos calcinados, sangre fútil en la calma maliciosa de los odios, acre viento esparciendo ignominia con textura de cenizas. Guerra santa en la voz de la afonía que instala la metralla. Hierro y adobe rancio se filtran en las mutilaciones del ocaso. Cercano y a lo lejos, llanto y más llanto: símbolo fragrante del hombre convertido en masacre.




ooooOoooo


LOS AFANES



Inmortal, soberbio de humanidad resquebrajada, pago mis deudas con premura de errabundo para seguir el llano camino del vacío. Compulsivo jugador de poca monta, tiro mis fichas con desprecio, casi asqueado del paño por donde resbalan lágrimas escondidas de vergüenza. Y a este lúdico deambular que sojuzga ilusiones y utopías, pretendo enmendarlo con mis afanes desechables de poeta.


ooooOoooo